viernes, 17 de diciembre de 2010

Réquiem en do menor

Percibo la presencia de un desafinado dijo el profesor de música con su particular frialdad y displicencia. Nos obligó a seguir cantando y se paseó por la sala, atento en la búsqueda. De pronto, me miró fijamente. Estuvo así un buen rato, escuchando con sus ojos vacíos, esperando quizás el inminente tropiezo. Moví la boca sin emitir sonido alguno, escondido cobardemente en la melodía general. Era una idea arriesgada, casi suicida; solo un loco trataría de engañar a un pérfido senil poseedor de un oído absoluto. Zum gali gali gali, zum gali gali era lo único que cantábamos. Era una canción sin alma, una marcha fúnebre, absolutamente gris, tan gris como nuestro profesor. Parecía sacado de un televisor en blanco y negro, era un retrógrado, un apático, un enemigo de los colores y la alegría. Llegaba a la sala de clases con desdicha, con sus hombros caídos, comunicándonos la tortura que era enseñarle música a una tropa de púberes ignorantes. Moreno, demasiado moreno, de pelo negro y un extraño oasis de canas. Le decían el chocolito mascado.

Zum gali gali gali, zum gali gali. Seguíamos cantando. Varios fueron los observados por el profesor. Siempre con su sonrisa maquiavélica, pero gastada, casi resignada, como si hubiese encontrado un poco de alivio en su auto flagelo. Todos de pie, ordenados como nunca, esperaban que esa canción infinita terminara de alguna forma. Pero el profesor seguía buscando al subversivo, a ese pobre sujeto que recibiría una condena injusta. Estaba tiritando, suplicando al cielo pasar desapercibido. Mi compañero de mesa transpiraba como caballo de feria, sin pestañear, presa del pánico. Era  mi mejor amigo, pero feliz lo hubiera tirado a los leones si eso garantizaba mi salvación. Me imagino que estaban todos así, impacientes ante la posibilidad del ridículo, aunque también un poco expectantes al veredicto. Quizás no había un desafinado, quizás el profesor lo había encontrado desde el principio y nos quería ver sufrir un rato, vengándose de nuestra alegría juvenil. Quizás quería mostrarnos que el mundo era tan gris como su alma.

Cuando parecía que mis rodillas no aguantaban más, Chocolito nos dio la espalda por un par de segundos y cerró su mano alzada. Era la señal del silencio. Se dio media vuelta con la sonrisa más malévola que he visto en mi vida. Ya no era una sonrisa resignada. Estaba mostrando los dientes y parecía más vivo que nunca. Un ligero “uuuuuuuuuu” acompañado de un improvisado sonido de tambores se escuchó desde la galería de la sala, desde esa esquina que alberga dichosa a los malos alumnos. Ahí estaba yo, absolutamente nervioso, pero alentando a los inquietos a tirar más carbón en la hoguera. Una sola mirada del profesor logró que nos calláramos. Se dirigió a nosotros, con la vista fija en mí, el líder de los revoltosos. Había tentado al destino y todas las señales apuntaban a un callejón sin salida. Apoyó las manos sobre mi escritorio. Nunca lo había tenido tan cerca, olía a polvo, a depresión, a maldad. Atiné a mirarlo con la cara más bondadosa que pude. Chocolito se río con desprecio. Señor Riquelme, proceda a cantar solo dijo de pronto.

Me había salvado. Sentí un relajo muscular y espiritual único. No así el pobre Riquelme. El mejor alumno del curso y el blanco de las burlas desde que tengo memoria. No lo podía creer, estábamos a punto de presenciar un hecho histórico. El profesor ya había sido acusado a las máximas autoridades por tortura infantil, pero nunca había pasado nada. Los apoderados se quejaban de que música fuera el ramo con peor promedio. Tampoco nada. Hasta los frailes le tenían miedo a este viejo tirano. Ahora había llegado demasiado lejos. Todo el colegio sabía que el buen Riquelme no se salvaba de una. Estuvo todo el verano visitando al sicólogo para ganar algo de autoestima. Amenazó con cambiarse de colegio, incluso con el suicidio. Fue a clases de defensa personal. Su madre nos regalaba dinero y dulces. Pero todo fue en vano. No había día en que Riquelme no fuese golpeado, humillado, o en el mejor de los casos, ignorado.  Chocolito quería ver sangre, a como diera lugar, de eso no cabía dudas. Riquelme cantaba mejor que un castrati, no por nada era la estrella del coro de la misa; era imposible que fuera el más desafinado entre una tropa de hormonas desbalanceadas.

Zum gali gali. Detenga su canto señor Riquelme. Dese media vuelta y mire a sus compañeros mientras canta, dijo el profesor. Los más compasivos se taparon la cara o miraron para otro lado, la galucha por su parte, estaba excitada, no había espacio para vergüenza ajena o misericordia alguna. Que bien cantaba Riquelme y que seguro se veía. La música era su escudo, pero nosotros conocíamos sus llagas. Fleto se escuchó de repente, seguido de una sinfonía de risas frenéticas. Riquelme ya temblaba al ritmo de las burlas y su cara empezaba a ponerse cada vez más roja. Su voz se rompía y sus ojos estaban cristalinos. Estaba frente al precipicio, luchando por superar el incómodo momento. Había que derrumbarlo, no nos iba a quitar este precioso recuerdo. Chocolito no paraba de mirarnos, disfrutando más que nosotros. ¡Miren, miren, se va a poner a llorar! Dije asumiendo mi liderazgo. Fue el empujón necesario, Riquelme estalló en llanto y abandonó la sala desconsolado.  

Esa fue la última vez que vimos a nuestro compañero. No obstante toda la galería fue a su funeral. Un memorable zum gali gali  dirigido por Chocolito, estremeció hasta las almas más insensibles

Atte
Anónimo

jueves, 16 de diciembre de 2010

Un golpe de suerte

“Soy, un tipo tranquilo. Tratando de no hacer mal y ser buen amigo. Yo soy uno más. Uno de tantos. En busca de ser feliz de vez en cuando”. Cantaba ese picante del Luis Jara mientras un coro de enfermeritas bastante enfermitas le seguían el ritmo en una sinfonía de desafinaciones y risotadas vulgares. ¿Cómo podría sentirme identificado con esa canción? No soy tranquilo, hago el mal, no tengo amigos y claro está que no soy uno de tantos. Doctorcito, ¿No le gusta el Lucho? me dijo la más ordinaria y robusta del pabellón. Me gusta muchísimo Doña Carla. Uno puede ser malo, pero no hay para que dejar de ser diplomático. Me llamo Carola, no Carla. ¿Está usted segura? dije molestándola. No hay nada más divertido que confundir a los plebeyos con ese tipo de preguntas. Estoy casi segura que me llamo Carola, Doctorcito. Que risa, son tan obedientes las chinas del hospital que incluso se lo cuestionan. Que me importa si se llama Carla, Carola o Carolina, para mi es la gordita que deja hediondo a pachulí todo el hospital. No es que tenga algo particular en contra del pachulí, la verdad es que lo prefiero antes que esa mezcla de olores que emerge del tumulto de moribundos medios vagabundos que asisten con cara de corderos degollados al Hospital. Y no se crean que llega gente como uno, no no no. Servicio público no más. No se para que vienen acá fíjense,  deberían ir al servicio de sanidad animal, si se enferman por toda la mugrería que llevan en el cuerpo.
 “ y con el tiempo de caminar fui aprendiendo, ahora se que puedo llegar si me da el tiempo” seguían cantando las pelo chuzo. “Doctor Larraguizábal, preséntese con urgencia a cirugía”. Otro más que se va para el patio de los finados pensé, y justo para la hora de la comida. ¡Vamos equipo, ánimo! ¡Hay una vida que salvar! Le dije a los púberes internos quienes me seguían como si fuese una especie de ser divino. Me caían bien esos muchachos. Bajamos aceleradamente por las escaleras, llegamos al pasillo principal  gritando y armando escándalo. Éramos los dueños del lugar, éramos aquellos que salvaban vidas. Había que dejarlo claro.
Entré como un loco a la sala de cirugía. Preguntando la hora y los antecedentes del futuro cadáver. Tiene un disparo en el sector del abdomen, parece que la bala se ha incrustado en el hígado. No tenemos cómo parar la hemorragia. Dijo la más buenamoza de todas las enfermeras. Un tanto más tranquilo miré mi reloj para tratar de adivinar la hora de defunción. Era mi juego preferido, nunca perdía. A este delincuente le quedan 5 minutitos calculé.
¡Que no cunda el pánico queridos internos! El Doctor Larraguizábal les dará una clase maestra de reanimación. Dijo el cretino Doctor Henríquez. Que desgraciado, había convocado a medio hospital para ver mi inminente fracaso. Le tenía pánico a las heridas de bala, y él lo sabía. El cuerpo se encontraba envuelto en sangre y enchufado a un respirador artificial. Los internos miraban con una dulce cara de asombro, esperando que hiciera algún truco de magia para resucitar a ese desdichado hombre.
Señorita arsenalera, me pasa el bisturí por favor. Mis manos temblorosas arrojaron la bandeja de utensilios al suelo. ¡Tenga más cuidado! ¡No ve que hay una vida en juego aquí!, le grité prepotente a la joven. Esa vida era la mía.
El Doctor Henríquez mantenía su desagradable sonrisa hiperquinética, expectante a cualquier error.   La sangre chorreaba por todos lados, mis manos empapadas se resbalaban tratando de encontrar la bala, mientras en mi cabeza, no paraba de sonar la horrenda música de Luis Jara. “Soy un caso perdido, luchando para quebrarle la mano al destino” algo de sentido estaba adquiriendo la letra de Lucho. Efectivamente estaba ahí, asustado, en la inmensidad de la soledad pero en actitud combatiente, buscando esa maldita bala, para luego tirarla en la aceitosa cara del infame Henríquez.
Traté de seguir atento la melodía, quizás me daba fuerzas para superar esta humillación pública. “y con el tiempo de caminar fui aprendiendo, ahora se que puedo llegar si me da el tiempo” cantaba en mi interior, buscando algo, un evento inesperado que me salvara de esta situación. “Un golpe de suerte” eso era lo que necesitaba, encontrar esa bala antes de que el cuerpo se enfriara. ¡La toqué! Había tocado ese escurridizo pedazo de metal, pero se había resbalado, estaba perdido.
Una pequeña explosión seguida de un corte de luz detuvieron mis desperados lamentos. Los generadores no funcionan gritó el bedel. Se cortó el respirador artificial chilló histérica la arsenalera. ¡Se va a morir, se va a morir! Gritaban los internos más cobardes. En efecto, el herido de bala empezaba a ahogarse en su propia sangre, no había nada que hacer. Gracia a Dios no era culpa mía.

Atte
Doctor José Pedro Larraguizábal