Percibo la presencia de un desafinado dijo el profesor de música con su particular frialdad y displicencia. Nos obligó a seguir cantando y se paseó por la sala, atento en la búsqueda. De pronto, me miró fijamente. Estuvo así un buen rato, escuchando con sus ojos vacíos, esperando quizás el inminente tropiezo. Moví la boca sin emitir sonido alguno, escondido cobardemente en la melodía general. Era una idea arriesgada, casi suicida; solo un loco trataría de engañar a un pérfido senil poseedor de un oído absoluto. Zum gali gali gali, zum gali gali era lo único que cantábamos. Era una canción sin alma, una marcha fúnebre, absolutamente gris, tan gris como nuestro profesor. Parecía sacado de un televisor en blanco y negro, era un retrógrado, un apático, un enemigo de los colores y la alegría. Llegaba a la sala de clases con desdicha, con sus hombros caídos, comunicándonos la tortura que era enseñarle música a una tropa de púberes ignorantes. Moreno, demasiado moreno, de pelo negro y un extraño oasis de canas. Le decían el chocolito mascado.
Zum gali gali gali, zum gali gali. Seguíamos cantando. Varios fueron los observados por el profesor. Siempre con su sonrisa maquiavélica, pero gastada, casi resignada, como si hubiese encontrado un poco de alivio en su auto flagelo. Todos de pie, ordenados como nunca, esperaban que esa canción infinita terminara de alguna forma. Pero el profesor seguía buscando al subversivo, a ese pobre sujeto que recibiría una condena injusta. Estaba tiritando, suplicando al cielo pasar desapercibido. Mi compañero de mesa transpiraba como caballo de feria, sin pestañear, presa del pánico. Era mi mejor amigo, pero feliz lo hubiera tirado a los leones si eso garantizaba mi salvación. Me imagino que estaban todos así, impacientes ante la posibilidad del ridículo, aunque también un poco expectantes al veredicto. Quizás no había un desafinado, quizás el profesor lo había encontrado desde el principio y nos quería ver sufrir un rato, vengándose de nuestra alegría juvenil. Quizás quería mostrarnos que el mundo era tan gris como su alma.
Cuando parecía que mis rodillas no aguantaban más, Chocolito nos dio la espalda por un par de segundos y cerró su mano alzada. Era la señal del silencio. Se dio media vuelta con la sonrisa más malévola que he visto en mi vida. Ya no era una sonrisa resignada. Estaba mostrando los dientes y parecía más vivo que nunca. Un ligero “uuuuuuuuuu” acompañado de un improvisado sonido de tambores se escuchó desde la galería de la sala, desde esa esquina que alberga dichosa a los malos alumnos. Ahí estaba yo, absolutamente nervioso, pero alentando a los inquietos a tirar más carbón en la hoguera. Una sola mirada del profesor logró que nos calláramos. Se dirigió a nosotros, con la vista fija en mí, el líder de los revoltosos. Había tentado al destino y todas las señales apuntaban a un callejón sin salida. Apoyó las manos sobre mi escritorio. Nunca lo había tenido tan cerca, olía a polvo, a depresión, a maldad. Atiné a mirarlo con la cara más bondadosa que pude. Chocolito se río con desprecio. Señor Riquelme, proceda a cantar solo dijo de pronto.
Me había salvado. Sentí un relajo muscular y espiritual único. No así el pobre Riquelme. El mejor alumno del curso y el blanco de las burlas desde que tengo memoria. No lo podía creer, estábamos a punto de presenciar un hecho histórico. El profesor ya había sido acusado a las máximas autoridades por tortura infantil, pero nunca había pasado nada. Los apoderados se quejaban de que música fuera el ramo con peor promedio. Tampoco nada. Hasta los frailes le tenían miedo a este viejo tirano. Ahora había llegado demasiado lejos. Todo el colegio sabía que el buen Riquelme no se salvaba de una. Estuvo todo el verano visitando al sicólogo para ganar algo de autoestima. Amenazó con cambiarse de colegio, incluso con el suicidio. Fue a clases de defensa personal. Su madre nos regalaba dinero y dulces. Pero todo fue en vano. No había día en que Riquelme no fuese golpeado, humillado, o en el mejor de los casos, ignorado. Chocolito quería ver sangre, a como diera lugar, de eso no cabía dudas. Riquelme cantaba mejor que un castrati, no por nada era la estrella del coro de la misa; era imposible que fuera el más desafinado entre una tropa de hormonas desbalanceadas.
Zum gali gali. Detenga su canto señor Riquelme. Dese media vuelta y mire a sus compañeros mientras canta, dijo el profesor. Los más compasivos se taparon la cara o miraron para otro lado, la galucha por su parte, estaba excitada, no había espacio para vergüenza ajena o misericordia alguna. Que bien cantaba Riquelme y que seguro se veía. La música era su escudo, pero nosotros conocíamos sus llagas. Fleto se escuchó de repente, seguido de una sinfonía de risas frenéticas. Riquelme ya temblaba al ritmo de las burlas y su cara empezaba a ponerse cada vez más roja. Su voz se rompía y sus ojos estaban cristalinos. Estaba frente al precipicio, luchando por superar el incómodo momento. Había que derrumbarlo, no nos iba a quitar este precioso recuerdo. Chocolito no paraba de mirarnos, disfrutando más que nosotros. ¡Miren, miren, se va a poner a llorar! Dije asumiendo mi liderazgo. Fue el empujón necesario, Riquelme estalló en llanto y abandonó la sala desconsolado.
Atte
Anónimo